¡Todo lo que tenemos que agradecer a Pasteur!
Dicen que en Francia existen más de 2.000 calles en honor a Louis Pasteur. Eso, sin contar las del resto del mundo. Y no es para menos, ya que le debemos mucho a este químico y bacteriólogo francés, pionero de la microbiología moderna y la medicina preventiva. Y, como bien habréis deducido, descubridor del proceso que lleva su nombre. En este post nos adentramos en el legado de un hombre que, más de un siglo después, sigue siendo clave para nuestra salud.
Gracias a la pasteurización es posible garantizar la seguridad de numerosos productos alimentarios y la conservación de sus cualidades organolépticas, entre ellos los lácteos. Aunque existen variedades de quesos elaborados con leche cruda, sin este proceso serían inviables grandes quesos de la talla del cheddar, edam, emmental o feta, por nombrar solo algunos ejemplos. Las embarazadas también se verían privadas de comer este producto que tanto nos gusta, por el riesgo de listeriosis.
Aunque parezca increíble, el que sería uno de los personajes más relevantes de la historia de la ciencia obtuvo la calificación de “mediocre” en Química en bachillerato. Curiosamente, en lo que destacaba el joven Pasteur era en las artes plásticas: sus dibujos y sus pinturas denotaban una gran precisión. Afortunadamente reconsideró su vocación y, con solo 26 años, recibió la Legión de Honor por sus descubrimientos sobre el ácido tartárico. En 1854 fue nombrado decano de la Facultad de Ciencias en la Universidad de Lille y, tres años más tarde, se convirtió en director de estudios científicos de la prestigiosa École Normale Supérieure de París. Desde su creación en 1888 y hasta su muerte, en 1895, fue director del instituto que lleva su nombre.
Louis Pasteur. Fuente: Wikipedia.
Su vida personal estuvo marcada por la desgracia. Una de sus hijas murió víctima de un tumor y otras dos por fiebres tifoideas. Esas pérdidas personales tan dolorosas le llevaban a encerrarse en el trabajo. Quizá fueron determinantes para perseverar en sus estudios sobre enfermedades infecciosas, con la colaboración en la sombra de su esposa, Marie.
Sus investigaciones en este campo fueron totalmente revolucionarias. Hasta entonces, siguiendo la ‘teoría de los cuatro humores’ de los antiguos griegos, la creencia generalizada era que estas dolencias se debían a un “desequilibrio de humores” del propio cuerpo. El científico francés sostenía que la causa era un ente vivo microscópico con capacidad para propagarse en el ser humano. Sus descubrimientos también desterraron del pensamiento científico la teoría de la generación espontánea, al demostrar que todo proceso de fermentación y descomposición orgánica se debe a la acción de organismos vivos.
También le debemos el desarrollo y generalización de las vacunas como método preventivo de enfermedades infecciosas, a partir de las investigaciones de Edward Jenner, descubridor de la vacuna contra la viruela (1796). Pasteur administró la primera vacuna contra la rabia al pequeño Joseph Meister en 1885. Le salvó de una muerte segura. Por cierto: aunque parezca obvio, mucha gente desconoce que el origen del término “vacuna” lo encontramos en las vacas. Fue propuesto por nuestro protagonista en honor a Jenner, quien llegó a su descubrimiento al observar que las lecheras que ordeñaban al ganado enfermo de viruela se volvían inmunes a la enfermedad.
En un principio, los colegas de Pasteur acogieron sus hallazgos con escándalo y pitorreo: no podían creer que un ente diminuto fuera mortal para otros, curiosamente mucho más fuertes y grandes. Por suerte para la humanidad, perseveró en sus investigaciones. De lo contrario, ¡muchos no estaríamos aquí ni podríamos disfrutar de algunos quesos!
¡Todo lo que tenemos que agradecer a Pasteur!,