Los rebaños de ovejas y cabras, un cortafuegos histórico
En una era donde los algoritmos dictan el ritmo y las pantallas capturan la atención, una imagen antigua se alza sobre las colinas: la figura de un pastor que conduce su rebaño entre encinas y jaras. No se trata de una postal del ayer, sino de una propuesta para el mañana. Las ovejas y las cabras, discretas y constantes, se convierten en aliadas poderosas contra el fuego. No visten uniforme ni manejan maquinaria, pero su labor transforma el paisaje y resguarda la vida.
La lógica resulta clara y aplastante. Allí donde los animales se alimentan, la vegetación se reduce de forma natural. La hierba no se acumula, los matorrales no se desbordan y el suelo respira con mayor libertad. Se trazan corredores de seguridad que, en el momento preciso, detienen el avance de las llamas. Cada mordisco, cada paso, dibuja una frontera silenciosa que protege caminos, pueblos y bosques. El monte se convierte, así, en una red de cortafuegos vivos.
No se trata de una invención reciente. Durante generaciones, los pastores mantuvieron el equilibrio entre el ser humano y la tierra. Sus rebaños cuidaban el entorno, como parte de un ciclo sabio y respetuoso. Pero el abandono del campo, la pérdida de población rural y el auge de los monocultivos quebraron esa armonía. Donde antes transitaban animales, ahora se extienden matorrales secos, maleza y combustible natural que alimentan la voracidad del fuego.
La buena noticia es que esta práctica ancestral vuelve a cobrar fuerza. Iniciativas públicas y privadas impulsan la ganadería extensiva como herramienta de gestión territorial. En distintas regiones, los rebaños se incorporan a planes contra incendios. Pastores y especialistas trazan rutas, definen zonas de pasto y organizan su presencia a lo largo del año. La naturaleza responde con gratitud. Allí donde caminan las cabras y las ovejas, el terreno recupera su equilibrio. La biodiversidad se refuerza y el fuego pierde terreno.
Hay algo profundamente conmovedor en esta forma de defensa. Frente al estruendo de los helicópteros, el zumbido de los drones y la tensión que traen los veranos áridos, los rebaños avanzan con serenidad. No buscan reconocimiento ni protagonismo. Su tarea no aparece en los titulares, pero deja huella en la tierra, en la vida que brota tras su paso, en los incendios que no llegan a nacer.
Además de su impacto ecológico, esta práctica fortalece los lazos humanos. Devuelve dignidad al oficio del pastoreo, reactiva la economía rural y reconecta a las personas con su entorno. Cuando un niño observa el paso de un rebaño, algo esencial y antiguo se despierta en su interior. Se recuerda que la tierra puede cuidarse con pasos lentos y miradas atentas.
La protección del monte no exige siempre grandes presupuestos ni soluciones complejas. A veces, basta con el sentido común, con permitir que las ovejas retomen su camino. Donde pisan, la maleza se retira. Donde reposan, el paisaje respira. Donde cruzan, el fuego encuentra su límite. Hoy, más que nunca, conviene escuchar el mensaje que el silencio de los rebaños transmite. En un mundo herido por la prisa, el calentamiento global y la desconexión con lo esencial, ellos ofrecen una respuesta clara: cuidar implica caminar, respetar, alimentarse con mesura y convivir con la tierra… si se les deja, claro.

