El arte del cencerro: desde conchas marinas al metal

Mucho antes de que los GPS y los drones ubicaran en tiempo real, y con precisión matemática, la localización exacta del ganado, hubo un tiempo en el que los maestros artesanos se afanaban en trabajar manualmente, o fundir, el arte del cencerro. No solo hablamos de su uso como instrumento musical, porque su sonido está íntimamente ligado a la cultura popular e incluso acompaña los ritmos rockeros de los Rolling Stones y melodías tan pegadizas, y marcadas, como un cha-cha-chá. ¡Hasta Los Beatles incorporaron su inconfundible sonoridad en su mítico Drive my car y Lady Marmalade, uno de los temas más famosos de la banda de Moulin Rouge, no prescindió de ellos! Hoy curioseamos este artículo que pende del cuello de vacas, cabras y otros animales de nuestro entorno.

Hubo un pasado muy lejano en el que los cencerros se fabricaban con madera, conchas marinas e incluso con la piel gruesa de una calabaza. Más tarde irrumpió en el imaginario colectivo la destreza de moldear su corazón parsimonioso con metales como el hierro o el cobre fundido. Un eco lejano que nació con un objetivo necesario: que los animales permanecieran juntos y los pastores pudieran encontrarlos rápidamente en el caso de que se extraviaran. La localidad cacereña de Montehermoso es un vivo recuerdo de un proceso noble y laborioso que data de 1791. Saben cómo forjar láminas de hierro, recubrir con una amalgama prensada de barro y paja, y cocer en un horno donde no falta el metal dulce para soldar y templar el hierro. El afinado final de sus campanillos se denomina boqueado: una acústica fruto de una maestría que, a lo largo de los siglos, ha sido fiel compañera de la trashumancia. En La Mancha, Almansa es conocida por su calzado ¡y por sus cencerros! Su base es de láminas de hierro y, he aquí una de sus curiosidades, de “sobras de otros oficios” como la madera quemada, la arcilla o las limaduras de latón. Antaño, este trabajo artesano requería de un horno para fundir estos artículos que siempre llevaban la firma del maestro artesano y que requería de tenazas para manipularlo. No obstante, durante los siglos VIII y IX, el uso de los cencerros era más bélico, para avisar a los batallones.

Cencerros en una tienda de Austria-Lali Ortega Cerón

Con la proliferación de la ganadería en nuestro país y la trashumancia por las cañadas reales, estos artículos sonoros se hicieron imprescindibles a partir del siglo XVI: las multas sobre el ganado que se despistaba en cultivos y plantaciones ajenas eran una realidad que, por supuesto, era mejor evitar. En la actualidad, su sonido metálico nos tranquiliza cuando nos acompaña durante una caminata cerca de un prado y nos aporta serenidad cuando su acústica se pierde en medio de valles y montañas frondosas. En África su uso no se limita solo a los animales, sino que la creencia es que su cadencia protege contra los malos espíritus. En Austria, por ejemplo, no hay más que pasearse entre picos de vértigo o husmear entre tiendas autóctonas: los cencerros son una obra de arte en sí y, por su gran tamaño, poseen la cualidad de escucharse a varios kilómetros de distancia. En países andinos como Perú, los cencerros contagian con su alegría las festividades. Y en Asturias y Cantabria, el olor a valles y quesos se entrelaza con este soniquete amigo.

Agudos y graves. Diminutos, como las campanillas para las crías pequeñas, y XL para los rumiantes. Con acabados en metal y porcelana… los cencerros son parte de la idiosincrasia popular y de la destreza de nuestros ancestros que, quizá en algún momento de su vida, dijeron aquello de ¡estás como un cencerro!

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