El queso, cuestión de sentidos
Cuando algo nos entusiasma, de forma natural agudizamos los sentidos para dejarnos seducir por sus matices. El chocolate, el aceite, el pan, la sal, la cerveza, el café, ¡incluso el agua! Hay un sinfín de alimentos cuya cata se realiza desde un punto de vista profesional para evaluar organolépticamente todas sus propiedades durante su proceso de elaboración y antes de salir al mercado. Se requiere, evidentemente, mucha formación y concentración para evaluar las cualidades sensoriales en su justa medida y con cuidada precisión. No obstante, en un mundo cada vez más experiencial, estas catas también son accesibles al común de los mortales, que descubren a través de los sentidos un mundo de colores, olores, sabores, texturas y sonidos que también nos hablan de origen, curiosidades e historia. Incluso las hay literalmente a ciegas, para que la ausencia de visión mantenga alerta el resto de sentidos.
El queso es un producto milenario cuya versatilidad, por supuesto, nos conquista. Y como ocurre con otros alimentos, la cata se lleva a cabo por un orden concreto (cata visual, olfativa y gustativa) que corresponde a la situación lógica (por orden en nuestra cara) de los órganos que canalizan los sentidos: ojos, nariz y boca. Pero antes de entrar en materia, para hacernos una idea de la complejidad del universo de las catas, os dejamos el resultado de un estudio llevado a cabo hace años por los Investigadores del Laboratorio de Neurogenética de la Universidad Rockefeller, en Nueva York, quienes aseguraron que la nariz humana es capaz de distinguir más de un billón de mezclas de olores, mucho más de lo que se creía. A modo de comparación, los investigadores estiman que el número de colores oscila entre un 2,3 y 7,5 millones y los tonos audibles en torno a 340.000. ¡Qué generoso es este mundo sensorial!
Comenzamos con el primero, con esa mirada que nos permite reconocer un queso, tanto por fuera, como por dentro. Externamente nos detenemos en su color, su forma, su aspecto, su corteza… Y, una vez partido (un arte aparte y necesario en el mundo turófilo), en cómo es el contenido de esa pieza quesera e incluso si la pasta tiene mil ojos, ojitos pequeños como un Gruyère ¡o esos ojazos grandes del emmental, que te devoran en cuanto posas la mirada! Hay otros muchos detalles, entre ellos una grieta en una pasta que debería ser lisa, la pista inequívoca de que esa pieza no ha madurado correctamente. Para ello están los expertos, quienes no pasan por alto ninguna peculiaridad que tenga que ver con la textura, el brillo y el color, desde el azul-verdoso de un roquefort, hasta el blanco puro de una mozzarella o el perlado de un queso de cabra.
El olfato, nuestro sentido más primario, el que es capaz de devolvernos de un plumazo a la infancia o a una situación que teníamos grabada en la memoria, es determinante para valorar un queso. Olores intensos, aromas suaves, duración de la sensación, matices olfativos que no deberían estar presentes en un determinado queso, recuerdos a monte y aulaga. La nariz, además, está conectada físicamente con la boca, donde se concentra el gusto, el olfato y el tacto. Dulce, ácido, salado o amargo… todo ello se percibe en la lengua y a través de las papilas gustativas. En la punta detectamos lo dulce, la acidez en los laterales y en el centro lo salado, como ese sabor a monte que regala una buena materia prima. Para el amargor debemos situarnos debajo de la campanilla. Un receptáculo que interactúa con el tacto y que al masticar cada queso desentrañará otros misterios: si está frío o caliente, si es pastoso, duro, gomoso, blando, aceitoso… Y, cómo no, el retrogusto que deja el queso o, lo que es lo mismo, el postgusto que deja en la boca durante un tiempo más o menos largo.
Queda coger entre los dedos ese queso que, al golpearlo, emitirá su propia música grave o aguda, e incluso el crujido de “los cristales” de los quesos añejos. Un mundo sensorial fascinante y complejo. Y si no que se lo pregunten al jurado del último concurso internacional World Championship Cheese Contest que, en su 35 edición celebrada en Madison, capital del estado de Wisconsin (Estados Unidos), tuvo que evaluar 3.302 quesos (repartidos en 142 categorías) de 25 países. Una proeza de la que nuestro Queso de Oveja Curado Los Cameros salió victorioso, con una medalla de oro que lo reconocía como el mejor del mundo en su categoría. Fue por su sabor, cuerpo y textura. Por su punto de sal, color, acabado y presentación final. ¡Todo un reto sabroso para los cinco sentidos!