Las texturas del queso, una agradable sensación

Los sentidos, y sus mecanismos fisiológicos, nos permiten percibir la intensa información del exterior y transformarla en mensajes con destino a nuestro cerebro. El color del mar turquesa que se funde en el horizonte, el olor de la hierba tras una tarde de lluvia, el sabor de una tarta dulce y de unos pimientos picantes, los sonidos armónicos de una orquesta… este universo que interpretan la vista, el olfato, el gusto y el oído estaría incompleto sin el tacto. O, lo que es lo mismo, sin aquel que permite que nuestra piel descodifique la información que proporciona la seda, una superficie rugosa o las texturas de un queso. Un mundo, desde luego, apasionante.

Son muchos los matices que el tacto puede definir en este producto milenario: untoso, aceitoso, gomoso, arenoso, mantecoso, húmedo e incluso ¡crujiente!, como es el caso de aquellos quesos que, al madurar, producen pequeños cristales para nuestro paladar. En líneas generales, cuando hablamos de la textura del queso, son cuatro las tipologías. Dependiendo del grado de humedad y de los tiempos de envejecimiento, situaremos las distintas referencias en un grupo u otro.

Feta, mascarpone, untables o queso de Burgos conforman el grupo de los quesos frescos: es decir, aquellos suaves y sin corteza, con una elevada humedad y textura blanda (basta con observar una mozzarella), ideales para acompañar ensaladas, panes, pizzas o, según el sabor, con un membrillo o una mermelada dulce. El queso brie, sin ir más lejos, es una referencia francesa que no falta en las tablas que se sirven en los postres.

En el caso de los semiblandos, la corteza hace acto de presencia, aunque su consistencia no es tan potente como en los quesos envejecidos. El abanico de sabores es más amplio y personal. Son perfectos para lonchear, por lo que suponen un acompañante que no falla en sándwiches o en platos en los que se necesiten quesos que se fundan bien. Los tiempos de maduración son mayores que en el caso de los blandos. Dentro de la familia, encontramos la provoleta de Argentina, el Gorgonzola de Italia o el Havarti de Dinamarca. Y, entre los azules, no podemos olvidar delicias como el cabrales y el roquefort.

Entre paisajes montañosos encontramos el origen de algunos quesos semiduros que nos encantan. Hablamos del paria, una referencia elaborada con leche de vaca en la Sierra de Perú o del emmental, capricho alpino made in Suiza y archiconocido. No son los únicos. El maasdam o el tilsiter se suman a estos productos que se caracterizan porque, al madurar durante más tiempo, pierden parte de la humedad. También los identificaréis porque, a pesar de su cuerpo, mantienen su firmeza en el corte.

Una tabla de quesos variados permite apreciar su textura

La última categoría se refiere a los quesos duros, una alegría gourmet que trae al paladar un remolino de aromas, una extensa carta de cortezas y el carácter que forja el paso del tiempo cuando las maduraciones son largas. Irresistible, tanto solo como en compañía de una pasta, es el parmesano italiano. Otro de los quesos indispensables en una tabla es un manchego, un cremoso gruyère de vaca o un gouda envejecido con reminiscencias de nuez. En Lácteos Martínez también contamos con una colección de quesos añejos en los que la pérdida del suero se compensa con un extenso calendario de envejecimiento, lo que se traduce en una agradable solidez en su textura. Cada día, y cada noche, los quesos que conforman las ediciones numeradas y limitadas de los Quesos Añejos Señorío de Cameros (monovarietales de Vaca, Cabra y Oveja) maduran despacio, y en silencio, al abrigo de las cavas subterráneas. Un largo reposo que nuestro tacto, desde luego, agradece.

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